Acababan de comer. Tuvieron incluso que encender las luces de la cocina por culpa de esos negros nubarrones que opacaban el paisaje y la vista.
Instantes después comenzó a llover.
¡¿Qué digo a llover?!
Empezó a diluviar.
Marta se acababa de quedar sin tarde en el parque con los amigos. De modo que decidió quedarse en casa y ver la tele.
Hizo zapping por entre todos los canales donde los fines de semana hacen buenas películas.
Hubieron un par que le llamaron la atención, pero no podían competir con una película de su infancia, la Cenicienta.
Pasó el principio que quera lo que menos le gustaba y por fin llegó su parte favorita.
El hada madrina ya había puesto su toque mágico y Cenicienta disfrutaba del baile.
No recordaba haber visto una escena tan bonita en mucho tiempo. Durante unos instantes se sintió como si ella fuera la protagonista, como si ella fuera la que bailaba con su príncipe. Pero el cuento ya estaba escrito. El reloj sonó. Doce campanadas. Correr escaleras abajo. Dejar atrás un zapato. Subir a la carroza antes de que se acabe el tiempo. Y... volver a la vida real.

En ese momento la tormenta cogió fuerza.
Un rayo cayó.
Y la película hizo un bucle entre el baile y la vuelta a la realidad que no tuvo final hasta que apagó la tele.
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Metáfora sobre mi situación actual.
Asquerosa adolescencia... Jajaja